Con motivo de la celebración de la Navidad, Mons. José Mazuelos, nos dirige su carta pastoral, una reflexión profunda y cercana que ilumina este tiempo santo desde el corazón del Evangelio. Bajo el lema “Nadie está solo”, el Mons. Mazuelos nos invita a contemplar el misterio de la Encarnación como fuente de esperanza, consuelo y compromiso, especialmente en un mundo marcado por la incertidumbre, el cansancio y la soledad.
Esta carta se sitúa, además, en un momento significativo para nuestra Iglesia diocesana, al coincidir con la conclusión del Jubileo de la Esperanza. Desde esta perspectiva, la Navidad aparece no solo como una celebración, sino como una llamada a acoger la presencia de Dios que se hace cercano, humilde y solidario con la fragilidad humana, y a prolongar esa esperanza en la vida cotidiana y en el servicio a los demás.
Invitamos a todos los fieles a leer y meditar estas palabras como una guía espiritual para vivir la Navidad con una fe renovada, una caridad activa y un corazón abierto a la misión que el Señor nos confía.
Nadie está solo
“Hoy, en la ciudad de David, lesha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor” (Lc 2, 11). Con esta Buena Noticia, proclamada en la noche de Belén, deseo llegar a cada uno de ustedes: a las familias, a los ancianos, a los jóvenes, a los enfermos, a los migrantes, a los encarcelados, a quienes viven en soledad, a quienes trabajan por un mundo más justo y a quienes buscan con sinceridad el rostro de Dios. Con estas palabras quiero dirigirme a todos ustedes para anunciarles, una vez más, la alegría del Evangelio: Dios se hace Niño para caminar con nosotros.
Este año, celebramos la Navidad en un contexto muy especial: concluimos el Jubileo de la Esperanza, un tiempo de gracia que ha marcado profundamente nuestra Diócesis. Hoy deseo unir ambos acontecimientos, porque la Navidad ilumina el camino recorrido y lo proyecta hacia el futuro.
En medio de un mundo agitado, lleno de ruidos y tensiones, que intenta silenciar con el consumismo la presencia de Dios vuelve a resonar el anuncio que cambia todo: Dios se hace cercano, Dios se hace Niño, Dios se hace uno de nosotros.
No viene con poder ni grandeza humana, sino con la humildad desarmante de un recién nacido.
Su mensaje es claro: nadie está solo, nadie está olvidado, nadie queda fuera de su amor.
La luz que no se apaga
En este tiempo en que muchos experimentan incertidumbre, cansancio o tristeza, la Navidad es una invitación a dejar que la luz de Cristo ilumine nuestras sombras.
Él es la luz que sostiene a quien ya no puede más, consuela a quien ha perdido a un ser querido, da esperanza a quien se siente estancado y abre caminos nuevos donde parecía que no los había.
La Navidad nos muestra que Cristo nace también hoy, allí donde se le abre un espacio en el corazón. En Belén, Dios se hace pequeño para que nadie tenga miedo de acercarse.
En el pesebre, la esperanza se hace carne.
En el Niño envuelto en pañales descubrimos que el amor de Dios no se rinde jamás, que no abandona, que no olvida, que no retrocede ante nuestras fragilidades.
Por eso, al contemplar el nacimiento de Jesús, entendemos que el Jubileo no ha sido sólo una celebración, sino una llamada a acoger la esperanza que Dios nos entrega en su Hijo.
Navidad es el “salto” de Dios de lo divino a lo humano sin dejar de ser lo primero (cfr. Flp 2, 6 – 11), que se ha pasado a nuestro bando, es uno de nosotros. Él ya no está lejos. No es desconocido. Al nacer en la tierra quiere hacerse compañero de viaje de cada uno de nosotros. En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo ha venido a la tierra y hace saltar de gozo a los ángeles que cantan de alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios.
Lo que el Jubileo ha sembrado en nosotros
Durante este año, miles de fieles han peregrinado, orado, celebrado, pedido perdón y dado gracias. Hemos visto comunidades fortalecidas, corazones reconciliados, pasos cansados que volvieron a levantarse. En todo ello, la gracia de Dios ha actuado silenciosa pero eficazmente.
Ahora que el Jubileo concluye, descubrimos que deja en nosotros tres regalos que la Navidad confirma y renueva:
-Una esperanza que escucha
Como María, aprendimos a guardar en el corazón lo que Dios nos dice en lo pequeño y lo sencillo. En el pesebre encontramos a María, mujer creyente, Madre que guarda y acompaña.
Ella nos enseña a contemplar, a esperar, a confiar aun cuando no entendemos todo.
Que bajo su mirada vivamos esta Navidad con una fe renovada y con un corazón disponible a la voluntad de Dios.
-Una esperanza que sostiene
En medio de desafíos sociales, económicos y personales, hemos visto brotar solidaridad, oración y acompañamiento. Vivir la Navidad es acoger a Dios y a los hombres. El pesebre manifiesta la lógica divina, que no se centra en las ambiciones ni en los privilegios, sino que es la gramática de la cercanía, del encuentro y de la proximidad. Navidad es, por tanto, convertirse en constructores de un futuro, anteponiendo el bien común a los particularismos egoístas. Jesús ha establecido la casa común y nos pide que la convirtamos en una casa acogedora para todos. De ahí deriva el compromiso del cuidado y respeto de la creación y la necesidad de superar los prejuicios, derribar las barreras y eliminar las divisiones que enfrentan a las personas y a los pueblos, para construir juntos un mundo de justicia y de paz.
-Una esperanza caritativa
Navidad es, también, la fiesta de los pobres Dios nace pobre. Jesús nace en una cueva y lo colocan en un pesebre, donde comen los animales. Viene al mundo en un establo, envuelto entre pañales, sin lujos, sin comodidades. Nació como nacen hoy muchos inmigrantes, como nacen los hijos de mujeres en campos de refugiados... y así nos enseña que en este mundo donde Él puso su “tienda”, nadie es extranjero. Aunque en este mundo todos estamos de paso, es precisamente Jesús quien nos hace sentir como en casa en esta tierra santificada por su presencia y quiere que la convirtamos en un hogar acogedor para todos. No olvidemos que, al poco de nacer, también Jesús se hace inmigrante y tiene que huir a Egipto junto con José y María. Si Jesús fue acogido en tierra extranjera, también nosotros hemos de acoger a los que vienen de fuera, aprendiendo a superar cada vez más los recelos y los prejuicios que dividen o, peor aún, enfrentan a las personas y a los pueblos, para construir juntos un mundo de justicia y de paz.
La profunda solidaridad que este Niño ha establecido con su nacimiento, nos hace salir al encuentro del que no tiene, llevándonos a compartir lo que tenemos no sólo lo material, sino también lo espiritual.
-Una esperanza que envía
El Jubileo no termina: comienza una misión. Somos enviados a ser testigos de esperanza en nuestras familias, en el trabajo, en la sociedad y, sobre todo, junto a quienes más sufren.
Los invito, queridos hermanos, a celebrar esta Navidad con la mirada amplia y el corazón disponible.
Que la alegría del pesebre transforme nuestras actitudes:
que llevemos consuelo donde haya soledad, que sembremos paz donde haya tensiones, que repartamos alegría donde la vida pesa, que construyamos fraternidad donde hay heridas.
La esperanza no consiste sólo en esperar tiempos mejores; consiste en dejar que Cristo transforme este tiempo, este mundo y este corazón.
Escuchemos a ese Niño que con su venida al mundo nos repite: “No Temáis”. Dejémonos, pues, iluminar por esa luz de Cristo que con su Encarnación ha derrotado el poder del mal y nos ha readmitido al convite de la vida. Sintamos en esa noche el tierno amor de Dios que nos anima a no dejarnos intimidar por un mundo tantas veces convertido en establo y lleno de tinieblas que ensombrecen la dignidad de los seres humanos
Contemplemos al niño de Belén que nos revela que la salvación de Dios se ha hecho presente a través de una experiencia de familia. Por eso Navidad es tiempo de familia, donde hay siempre un sitio libre en el hogar y una mesa preparada: “caliente el pan y envejecido el vino”. En Navidad dirigimos nuestras miradas y nuestros corazones a Belén, donde está la Sagrada Familia: Jesús, María y José, que nos enseñan a vivir la vocación de servicio al amor y a la vida.
Concluyamos diciéndole a María: Danos tus ojos, María, para descifrar el misterio que se oculta tras la fragilidad de los miembros del Hijo. Enséñanos a reconocer su rostro en los niños de toda raza y cultura. Ayúdanos a ser testigos creíbles de su mensaje de paz y de amor, para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, caracterizado aún por tensos contrastes e inauditas violencias, reconozcan en el Niño que está en tus brazos al único Salvador del mundo, fuente inagotable de la paz verdadera, a la que todos aspiran en lo más profundo del corazón.
Que la Virgen Santa, nos ayude “a conservar siempre estas cosas y meditarlas en nuestro corazón”.
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