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04/04/2023

Homilía: Misa Crismal 2023


Homilía en la Misa Crismal

 

Santa Iglesia Catedral, Martes Santo 4 de Abril de 2023

 

Sr. Obispo auxiliar, Sr. Deán y Excmo. Cabildo Catedral; vicarios episcopales; queridos sacerdotes, diácono, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de las Delegaciones y secretariados, queridos todos en el Señor:

Con gran alegría nos reunimos hoy en esta solemne Misa Crismal en la cual se consagrará el Santo Crisma y se bendecirán los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, materia de los sacramentos, que llevaréis a vuestras Parroquias para administrar los misterios de la salvación. En ella, también renovaremos las promesas sacerdotales. Volveremos a prometerle a Jesucristo y a la Iglesia lo mismo que juramos aquel precioso día de nuestra ordenación sacerdotal en que, a cada pregunta que nos hacía nuestro Obispo, respondimos, asustados pero confiados: “Sí, prometo”.

 

Esta celebración que, a través de los oleos y del crisma, nos habla de la gracia santificante de Dios, me gustaría que nos ayudara a fortalecer nuestro ministerio y poder volver a decir: aquí estoy Señor para ser instrumento de tu amor. Pidamos hoy que mantengamos siempre encendido el celo por anunciar el Evangelio y que lo alimentemos continuamente con la llama viva del Espíritu.

Por otra parte, no quiero olvidar a los hermanos sacerdotes que han fallecido: D. Pedro Fuertes, claretiano, D. Antonio Ibáñez Martínez de Morentín, paúl, D. Carlos Antonio Pérez Hoyos, D. Adán González Pérez y D. Manuel Acosta Henríquez. Todos sacerdotes de este presbiterio que han entregado su vida al servicio del Señor y es por ello que, si tenemos tristeza por su pérdida, también hay alegría y esperanza por su labor de la que muchos de los que estamos aquí estamos cogiendo los frutos de su siembra.

Llamados a evangelizar

Como hemos reflexionado en la asamblea del clero, todos somos consciente de las grandes dificultades que supone vivir hoy el sacerdocio: la escasez del clero que hace que tengamos que asumir muchas responsabilidades, la situación económica adversa en este tiempo de crisis, el secularismo, el reto de las nuevas tecnologías o el difícil diálogo fe-cultura que se va imponiendo en nuestra sociedad y que hacen cada día más difícil el ejercicio de nuestro ministerio. Son estas dificultades las que me obligan aún más a expresaros mi agradecimiento y mi alegría por esa actitud de entrega y esa gran labor pastoral que lleváis junto con grupos de laicos comprometidos en la evangelización.

Al mismo tiempo, todos hemos coincidido en que este mundo descristianizado necesita de una nueva evangelización. Pero una nueva evangelización exige sacerdotes “nuevos”, no en el sentido del impulso superficial de una efímera moda pasajera, sino que vivan una profunda conversión del ruido al silencio, de la preocupación por el “hacer” al “estar” con Jesús. Pero también la conversión a la comunión, que se realiza redescubriendo lo que realmente significa: comunión con Dios y con la Iglesia, y, en ella, con los hermanos. Es esta la llamada del Papa Francisco sobre la sinodalidad.

Pues bien, centrados en los dos momentos cruciales que tiene esta liturgia quiero, desde ellos, reflexionar con vosotros para alumbrar un camino que nos ayude afrontar el reto evangelizador.

El primer momento es la renovación de nuestras promesas sacerdotales que nos invita a vivir esos primeros amores que nos llevó al seminario. El mismo Señor queriéndonos y curándonos nuestro corazón, nos mostró claramente que Él era el médico, el médico que necesita nuestra sociedad, Él es el alfa y la omega, el principio y el fin como hemos escuchado en la segunda lectura.

Una sociedad inmersa en una cultura individualista que ha llevado a muchos hermanos nuestros a perder la alegría y la esperanza. Se aferran al presente visible, porque el futuro está vacío de eternidad y la vida futura no cuenta. De hecho, cuando no se confía en Dios, la esperanza viene dañada y sólo se espera y se confía en el hombre, en sus talentos, en la técnica, en la ciencia, en el poder o en tantos nuevos ídolos modernos, que tiene un horizonte muy corto.

Por una ósmosis ambiental, también este clima penetra en el corazón del sacerdote. De un modo insensible puede darse una atrofia del valor del poder de lo divino y una exaltación del poder de lo humano, haciendo reposar la esperanza en nuestras capacidades y fuerzas y olvidándonos de ponerla en Dios. Es decir, caemos en la tentación de esperar más de nuestras obras que de la misteriosa acción de la gracia. Demasiado entregados a la acción, terminamos por agotarnos física y espiritualmente, originándose una impaciencia humana que nos lleva a un cierto desaliento y a caer en la desesperanza.

Podemos decir que corremos el peligro de que el mundo nos contagie su desilusión y su amargura. Y este peligro se hace realidad cuando nos olvidamos de que somos miembros de un presbiterio y cuando, como Pedro caminando sobre las aguas, ponemos la mirada en nosotros mismos y en nuestras fuerzas. Es ese el gran mal que tenemos que evitar como sacerdotes, pues no hay nada más triste que un sacerdote que ha tirado la toalla, sin esperanza y sin esa pasión misionera que da la unción sacerdotal y que Jesús nos ha recordado en el Evangelio, afirmando que hemos sido ungidos para llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.

Por tanto, tengamos claro que no es la creatividad pastoral, no son los encuentros o las planificaciones lo que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: “Permaneced en mí, como yo permanezco en vosotros” (Jn 15,4). Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo especialmente a través de nuestra fidelidad a la vida de oración, en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía y en las personas más necesitadas.

Vivamos en todo momento ese primer anuncio que marcó nuestra vida y renovemos nuestro sí a Dios sabiendo que Dios seguirá siendo fiel con nosotros, que él seguirá siendo el mismo de siempre. Que el futuro no nos preocupe porque, ante cada nueva situación, Él nos mandará, como lo ha hecho hasta ahora, las personas adecuadas y las ayudas necesarias. A nosotros, por nuestra parte, corresponderá seguir repitiendo la misma oración: No permitas nunca, Señor, que yo me aparte de ti y me aísle, sino que permanezca en ti para ir al encuentro de los otros.

Ungidos para salvar

El otro momento importante de esta celebración es la bendición de los óleos que nos habla de la gracia santificante de Dios y de que la tarea de evangelizar es de todo el pueblo de Dios. Como recoge Evangelii gaudium todos estamos llamados a la conversión pastoral para convertirnos en comunidades misioneras, sin miedo a salir al mundo para mostrar la novedad perenne del evangelio, del amor misericordioso y absoluto de nuestro Dios.

Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. El Señor nos unge las manos porque quiere que, en medio del mundo, se transformen en las suyas. Quiere que nuestras manos transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de su Pueblo.

El santo Padre no cesa de animarnos a todos y, en especial a los sacerdotes, a no buscarnos a nosotros mismos, sino a servir y a no desear ser servidos. Nos anima a disculpar, a olvidar las rencillas, a caminar ligeros de equipaje, a beber de esa fuente de misericordia que es el corazón traspasado de nuestro Señor Jesucristo y nos invita a ser buenos misioneros de la misericordia.

Como hemos dicho anteriormente, no es posible la nueva evangelización si se vive el ministerio, o mejor el bautismo, como una aventura individual. Es necesario un compromiso eclesial y una vivencia de la fraternidad que implica valorar a todos y estar contentos de la pluralidad de la Iglesia. Es tener claro que todos somos necesarios y todos tenemos un puesto en la labor de cuidar y engrandecer la “viña del Señor”: Él cuenta con todos nosotros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos.

Es la fraternidad la que exige que la renovación de nuestras promesas sacerdotales no sea algo privado mío y para mí exclusivamente, sino que, además de ser algo íntimo de cada uno de nosotros con el Señor, sea también una renovación para vivir nuestro sacerdocio en esta Iglesia que camina en la Diócesis de Canarias. Es tener claro que el sacerdocio no es algo de nuestra propiedad, sino que es propiedad del Señor y tanto nuestro ministerio como el del obispo o del hermano laico son propiedad del Señor. Si tenemos esto claro entonces sí que es posible vivir la fraternidad en Cristo Jesús.

Y hablar de Diócesis nos implica a todos en la pastoral vocacional y en la evangelización como ponen de manifiesto este crisma y estos óleos que vamos a consagrar. Ellos nos recuerdan a todos, sacerdotes, consagrados y laicos, que el amor al hombre nos obliga a convertirnos en el “buen samaritano”, figura de Cristo (Cf. Lc 10,25-37). Nos invitan a salir de nosotros mismos y hacernos instrumentos de la gracia, para que el Divino Médico pueda curar las heridas más profundas provocadas por el pecado. Nos urge al anuncio de la Palabra, abriendo, como decía Francisco a los sacerdotes mejicanos, lugares de hospitalidad de la fe donde puedan vivir la experiencia del encuentro con el Señor aquellos que buscan a Dios. La imagen del Buen Samaritano nos apremia a dirigirnos a las personas, ocupándonos de ellas, de su pobreza o fragilidad, no sólo en lo exterior, sino también a cargar interiormente sobre nosotros y acoger en nosotros mismos la pasión de nuestro tiempo, de la parroquia, de las personas que nos están encomendadas.

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