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12/04/2022

Homilía: Misa Crismal 2022


Homilía en la Misa Crismal

 

Santa Iglesia Catedral, Martes Santo 12 de abril de 2022

 

Sr. Obispo auxiliar, Sr. Dean y Ilmo. Cabildo Catedral; Vicarios episcopales; Queridos sacerdotes, Diacono, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de las Delegaciones y secretariados, queridos todos en el Señor:

La “Misa Crismal” tiene -como sabéis- un profundo carácter sacerdotal: no sólo se consagra el santo crisma y se bendicen los óleos -de los catecúmenos y de los enfermos-, que luego serán utilizados en la administración de varios sacramentos en las diversas comunidades de nuestra Diócesis, sino que conmemoramos en ella el día en que el Señor confirió su sacerdocio a los Apóstoles. Por esta razón todos los sacerdotes renovaremos las promesas que hicimos ante el Obispo y ante el pueblo santo de Dios. Hoy, antes de nada damos gracias a Dios porque contamos con la novedad no sólo del obispo auxiliar, sino la presencia de nuestro diácono permanente Francisco, al que saludamos de forma especial y esperamos que pronto se vea acompañado en este presbiterio por más diáconos.

 

Tiempos difíciles (cf. 2 Tim 3,1)

Poniendo nuestra mirada en los tiempos que estamos viviendo, podemos afirmar que son unos tiempos turbulentos. Por un lado, la crisis post-pandemia y la guerra ucraniana. Por otro, una cierta manipulación contra la Iglesia como hemos podido comprobar con las inscripciones en el registro y la frecuente informaciones en los medios de comunicación sobre la conducta negativa de algunos hermanos nuestros. No hay duda que se dan situaciones -siempre deplorables-, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad y la traición de algunos de sus ministros. Sin embargo, frente a esos casos minoritarios, valoramos y agradecemos con gozo que la inmensa mayoría de los presbíteros viven su ministerio con fidelidad y son modelo para su pueblo. Como afirma Francisco en su carta a los sacerdotes:

Reconozco y agradezco vuestro valiente y constante ejemplo que, en momentos de turbulencia, vergüenza y dolor, nos manifiesta que Ustedes siguen jugándose con alegría por el Evangelio la vida… Estoy convencido de que, en la medida en que seamos fieles a la voluntad de Dios, los tiempos de purificación eclesial que vivimos nos harán más alegres y sencillos y serán, en un futuro no lejano, muy fecundos. «¡No nos desanimemos! El señor está purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a todos a Sí. Nos permite experimentar la prueba para que entendamos que sin Él somos polvo.

Ante esta realidad es un motivo de consuelo contemplar este presbiterio y descubrir que sois tantos los que desarrolláis vuestro ministerio con un esfuerzo gozoso, frecuentemente fruto de un heroísmo silencioso. Es por ello que, sin negar y repudiar el daño causado por algunos hermanos nuestros, sería injusto no reconocer vuestra entrega por el bien de los demás (cf. 2 Co 12,15).

Por ello es de justicia comenzar esta celebración dando gracias a Dios y renovando nuestra gratitud a Él, que por el Espíritu Santo nos ha agraciado con el inestimable don del sacerdocio. ¡Cuántas maravillas ha realizado el Señor en nuestra existencia sacerdotal! Basta mirar a nuestro Presbiterio para sopesar toda esa grandeza:

¡Cuántas veces se ha hecho presente el Señor en la celebración de la Eucaristía! ¡Cuánto perdón ha derramado Dios mismo, a través de nosotros, mediante la absolución de los pecados que hemos otorgado en el sacramento de la Penitencia! ¡Y cuántos consejos y consuelos habrán salido de nuestros labios acompañando a los fieles, en momentos felices o difíciles de su historia, o bien en el último tramo que conduce a la eternidad!

Al mismo tiempo también, ¡cuántas ansias, entusiasmos, alegrías y ¿cómo no? cuántas amarguras, pruebas e incomprensiones habrán sido superadas gracias al amor fiel de Aquel que un día nos llamó a hacerlo presente “in Persona Christi”! En definitiva, ¡cuánto amor del Señor que nos ha elegido a nosotros–“vasos de barro que, aunque débiles y pecadores, somos cosa sagrada, instrumentos de Dios para llevar la salvación a los hombres!    

Ante ese don sólo podemos conmovernos, darle gracias al Señor por las maravillas que ha realizado en nuestra existencia y a mí como obispo manifestaros hoy públicamente mi gratitud y animaros a mirar con firme esperanza nuestro ministerio, volviendo a descubrir su sentido y su grandeza que siempre nos superan.

Teniendo esto presente y dispuestos a renovar nuestras promesas sacerdotales es necesario que en la renovación de hoy pongamos por delante la frescura, la valentía y la disponibilidad que reinaba en nuestra vida cuando nos llamó el Señor. Es necesario volver a estar dispuestos a ofrecer la vida y ofrecerle al Señor aquel «sí» entusiasta, alegre y generoso que le dimos el día de nuestra ordenación, cuando por medio del Obispo nos constituyó sacerdotes para siempre, mediadores entre Dios y los hombres.

Espero y pido al Señor que esta celebración sea para todos nosotros un antídoto contra la tibieza. Que esta Eucaristía nos ayude a “reavivar” nuestro ser sacerdotes y pastores. Y para ser pastores, decía el Papa Francisco dirigiéndose a los sacerdotes del Colegio Español de Roma, no nos podemos contentar con tener una vida ordenada y cómoda, que nos permita vivir sin preocupaciones, sin sentir la exigencia de cultivar un espíritu de pobreza radicado en el Corazón de Cristo que, siendo rico, se ha hecho pobre por nuestro amor (cf. 2 Co 8,9) o para enriquecernos a nosotros.

Ser pastores conlleva dejarse sorprender cada día por el Señor y tener muy presente que nuestra consagración sacerdotal nos hizo instrumentos del Señor. Es Él, el que nos va hablando a través de los acontecimientos y de las personas que nos visitan cada día.

Ser pastores es estar dispuestos a que Jesucristo pueda ejercer “su” sacerdocio por medio de nosotros. Implica renunciar a imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; en renunciar a nuestros deseos de llegar a ser esto o lo otro y en abandonarnos a Él, para ir donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros. Ser Pastor es estar dispuesto a decir con fuerza AQUÍ ESTOY, indicando con ello que estamos abiertos a que Cristo disponga de nosotros. Consiste en aspirar a poder decir como San Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (cf Gál 2,20).

Por último, quiero compartir con vosotros las recomendaciones del Papa Francisco, que con motivo de su 50 aniversario de ordenación, exponía las cuatro columnas constitutivas de nuestra vida sacerdotal y que definió como cercanía de Dios, del Obispo, de los sacerdotes y del Pueblo como ayuda práctica concreta y esperanzadora a reavivar el don y la fecundidad que un día se nos prometió.            

Cercanía a Dios

La cercanía con Jesús nos invita a no temer miedo a nada y en las horas difíciles poner nuestra mirada en él, aferrarnos a su mano y gritarle: ¡Señor, no me dejes caer en la tentación! Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que tú estás conmigo para probar mi fe y mi amor» (C. M. Martini, La fuerza de la debilidad. Reflexiones sobre Job, Salterrae 2014, 84).

El Papa nos dirá que muchas crisis sacerdotales tienen precisamente origen en una escasa vida de oración, en una falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa. Sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta con Dios a través de la escucha de la Palabra, de la celebración de la Eucaristía, del silencio de la adoración, de la consagración a la Virgen, del acompañamiento sapiente de un guía, del sacramento de la Reconciliación, sin estas “cercanías”, en definitiva, un sacerdote es, por así decirlo, sólo un obrero cansado que no goza de los beneficios de los amigos del Señor.           

Cercanía al Obispo y entre los sacerdotes

Esta lógica de las cercanías, afirmará el Papa, posibilita romper toda tentación de encierro, de autojustificación y de llevar una vida “de solteros”; e invita, por el contrario, a apelar a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.

Es precisamente a partir de la comunión con el obispo que se abre la cercanía de la fraternidad. Jesús se manifiesta allí donde hay hermanos dispuestos a amarse: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos» (Mt 18,20). También la fraternidad como la obediencia no puede ser una imposición moral externa a nosotros.

El amor fraterno para los presbíteros no queda encerrado en un pequeño grupo, sino que se declina como caridad pastoral (cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23), que impulsa a vivirlo concretamente en la misión. La caridad pastoral supone salir al encuentro del otro, comprendiéndolo, aceptándolo y perdonándolo de todo corazón. Se trata de un desafío permanente para superar el individualismo, vivir la diversidad como un don, buscando la unidad del presbiterio, que es signo de la presencia de Dios en la vida de la comunidad.

Es necesaria la comunión. No es posible la nueva evangelización si se vive el ministerio como una aventura individual. Es necesario un compromiso eclesial y una vivencia de la fraternidad sacerdotal que implica valorar a todos y Papa estar contentos de la pluralidad de la Iglesia. Es tener claro que todos somos necesarios y todos tenemos un puesto en la labor de cuidar. Es este el camino de la sinodalidad que hemos emprendido de la mano del Francisco.

Cercanía al pueblo

La cercanía del pueblo nos habla de misión y de bautismo.

Hay que tener presente que la vida de un sacerdote es ante todo la historia de salvación de un bautizado. No debemos nunca olvidar que toda vocación específica, incluida la del Orden sagrado, es cumplimiento del Bautismo. A este respecto afirma el Papa:

El sacerdocio ministerial es consecuencia del sacerdocio bautismal del santo pueblo fiel de Dios. Esto, no lo olviden. Si ustedes piensan en un sacerdocio aislado del pueblo de Dios, eso no es sacerdocio católico, no; ni tampoco cristiano” También les pidió: “Despójense de sí mismos, de sus ideas preconcebidas, de sus sueños de grandeza, de su autoafirmación, para poner a Dios y a las personas en el centro de sus preocupaciones cotidianas”.

Es por ello que, para caminar por el camino sinodal, el bautismo debe de ponerse en el centro del ser y hacer de la Iglesia. Todos los bautizados tenemos una palabra y algo que decir en el caminar de la Iglesia.

La cercanía del pueblo habla también de misión, que es nuestra razón de ser y nuestra fortaleza.

Muchas veces, nos dirá el Santo Padre; he señalado como la relación con el Pueblo Santo de Dios no es para cada uno de nosotros un deber sino una gracia. «El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 272). Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo. Es clave recordar que el Pueblo de Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús –y no tanto “clérigos de estado” o “profesionales de lo sagrado” –; pastores que sepan de compasión, de oportunidad; hombres con coraje capaces de detenerse ante el caído y tender su mano; hombres contemplativos que en la cercanía con su pueblo puedan anunciar en las llagas del mundo la fuerza operante de la Resurrección.

Si la cercanía al pueblo siempre ha sido clave hoy podemos decir que es imprescindible. De hecho, una de las características cruciales de nuestra sociedad de “redes” es que abunda el sentimiento de orfandad. Conectados a todo y a todos falta la experiencia de “pertenencia” que es mucho más que una conexión. Con la “cercanía” del pastor se puede convocar a la comunidad y ayudar a crecer el sentimiento de pertenencia.

Esta pertenencia, a su vez, proporcionará el “antídoto” contra una deformación de la vocación que nace precisamente de olvidarse que la vida sacerdotal se debe a otros ―al Señor y a las personas por él encomendadas―. Este olvido está en las raíces del clericalismo y sus consecuencias. El clericalismo es una perversión porque se constituye con “lejanías”. Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña elite que entorno al cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental (cf. Gaudium et spes, 44). Recordemos que “la misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).

Con la certeza de que la Virgen del Pino nos ayudará en la misión dispongámonos todos con humildad y presentemos de nuevo al Señor nuestro Sí y nuestra disponibilidad.

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